Os agradezco que estéis leyendo estas líneas. Yo les doy vida, y con vosotros cobran sentido. No me leáis porque sí. Quiero que tengáis un motivo por el cual necesitéis o sintáis que, estas letras os van a contar algo y es lo que andabais buscando. Quizás muchos ya habréis desistido en el intento, cambiado de página o pensado: “qué pérdida de tiempo”. Si es así, no sigas leyendo y los dos haremos como si no nos hubiésemos conocido. Pero si no, te invito a mi pequeño rincón en el que publicaré tres entradas al día, en el que te haré participe, en el que te haré sentir que tienes un sexto sentido. Y sobre todo a hacerte creer que, de veras, existe una fibra sensible que puede inter-conectar con las personas.


miércoles, 30 de marzo de 2011

Soñando contigo.


Dormirme entre las sabanas de tu cama. Con tu olor en mi piel, y el roce de tus manos. Tus labios en mis labios, y tu mirada en la oscura realidad.
Y cuando me despierte, tendré la sensación de que ya no estás. Intentaré abrazarte, y me caeré al vacio sin saber ni si quiera quien soy, y hasta dónde me ha llevado todo esto. Tú perdida, y yo quien no te olvida.
Me elevo entre la ausencia de lo que más me hace falta. Un suspiro entre lagrimas amargas que no hay quien lo endulce. Un corazón que sufre por tanta sal, ahogándose en el mar que nos vio como hacíamos el amor.
Un amor que no renacerá pero que sigue vivo, y todo gracias a tu recuerdo. A que es mucho más fuerte que unos pensamientos trastornados por un tiempo difícil. Y que le gana el pulso a cualquier cosa que le plante cara. Un amor que te extraña, te añora, y te echa cada día de menos.
Y sin querer quererlo, te sigo queriendo. Y aunque tú no lo sepas, cualquier motivo me basta para soñar. Y si quieres te cuento un secreto: me acabo de despertar, y estaba soñando contigo. Estabamos los dos cogidos de la mano en el mundo que creamos. Y lo más bonito, sonriendo de nuevo.

Aviones de papel.


Encendí la luz de mi habitación, y me senté en la silla de mi escritorio. Abrí el cajón, y saqué un par de folios. Tenía ganas de escribirte.
Cogí mi bolígrafo preferido. Sabes cuál te digo ¿no? Bueno, si no lo sabes te lo hago recordar; aquel que me regalaste.
Entonces, intenté que esta vez fuera mi imaginación la que me hiciera escribir. Todo esto, pensando en ti. Digo, lo intenté, porque no pude escribir nada. Miento. Sí que pude, pero nada lo suficientemente bueno, a mi gusto, como para ti.
Me frustré tanto, que la única papelera que había en esas cuatro paredes, parecía que llevase sin vaciarse una semana entera.
Estaba llena de bolas de papel arrugado. Parecía una montaña.
Yo, desesperado, me di cuenta de que ya no me quedaban más folios. Y eso sí que fue ya la hecatombe. No sabía qué hacer.
Lo único que quedaba de papel allí, o por lo menos lo que pude encontrar, fue un sobre de Iberia que venía a mi nombre. Entonces, se me ocurrió una idea.
Cogí las tijeras, y recorté la parte de atrás del sobre. Aquel “rectángulo”, mal cortado por mí,-ya sabes que no soy un “manitas”-, tenía un cierto parecido a todos aquellos folios que había desperdiciado, de una forma o de otra, y que ahora eran inservibles. – O por lo menos eso creí en ese momento.
Vacié la papelera y recogí cada bola de papel, una a una, repasando lo que en ellas había escrito.
Leí y releí desde la primera hasta la última palabra, de aquellos folios. Y cada vez que terminaba con uno, lo volvía a arrugar y lo lanzaba para encestarlo en aquella papelera. Al final, volvió a parecerse a esa montaña.
Pensé en todo lo que me rodeaba. En todo lo que estaba al alcance de mis manos. La idea, consistía en no hacer lo mismo de siempre. En hacer algo distinto. Algo original y que tuviera un sentido único. Algo que pudieras compartir solamente conmigo.
Dibujé una caja en el folio. Pequeña, pero bajo llave. La pinté toda de negro. Después de esto, hice un avión de papel, y en sus alas escribí tu nombre.
Abrí la ventana, y vino una racha de viento. Pensé que era el momento oportuno. Que no podía dejarlo pasar. Y sin dudarlo, lo lancé a volar.
Al cabo del tiempo, me doy cuenta de que en ese día me volví a equivocar. Al parecer, no tuvo un buen vuelo. Se estrelló a mitad de camino.
Ahora sólo me queda encontrar sus restos en aquella montaña de papel. Y rezar, porque esté todavía la caja negra. Quiero saber, que es lo que realmente pasó.

Bajo la lluvia.


Fue aquel día que estábamos los dos bajo la lluvia. No creo que te acuerdes, porque parece que para ti este todo olvidado.
Aún así lo voy a describir, porque para mí fue uno de los momentos más felices de mi vida.
Lo recuerdo perfectamente:
Fuimos al mirador a ver ese paisaje tan bonito que a ti tanto te gustaba. Mirar al horizonte era para ti, como volar. Te hacía pensar en lo lejos que están las cosas, y lo pequeña que te sentías tu comparado con todo aquello. Te hacía sentir lo que era la libertad. Te daban ganas de mirar por el acantilado, y ver lo que había allí debajo. Y por qué no, pensar por un momento que pasaría si te lanzaras desde allí en lo alto.
Te sentías importante a través de todo aquello. Y la verdad, es que conocí lo que era la felicidad cuando pude ver esa sonrisa en tu rostro, iluminada por aquel cálido sol, entre la brisa y el sonido de las olas.
Fue entonces, cuando te sentaste en el banco y yo fui enseguida para retumbarme y apoyar mi cabeza en tus piernas.
De repente, empezó a llover.
Suspiraste, y me dijiste: “No me gusta nada la lluvia, y mucho menos ahora, con lo bonito que era este momento”
Lo pensé dos veces, antes de decirte algo.
Sabes una cosa? No creo que la lluvia haya estropeado este momento. Es más, antes cuando estabas mirando al horizonte, no he podido dejar de mirarte. Creo que ni he parpadeado, y hasta me han caído unas lagrimillas. Pero no lágrimas de tristeza, ni mucho menos, lágrimas de felicidad por verte feliz y que todo eso lo puedas compartir conmigo.
Muchas personas decían que el amor verdadero solo ocurre una vez en la vida. Y ahora lo comprendo, es cierto.
Por mucha lluvia que caiga, por muchas tormentas que pasen a lo largo de nuestra vida, nunca podrán borrar este momento.
-Estás preciosa con el pelo mojado y nunca lo había tenido tan claro; Te quiero.
Entonces me desperté retumbado con la cabeza apoyada en tus piernas, con un rayo de sol que no me dejaba apenas abrir los ojos y te pregunté: ¿Qué ha pasado?
- Te habías quedado dormido.